LOS NADA LUMINOSOS INICIOS DEL SIGLO DE LAS LUCES.
Por Víctor Manuel Galán Tendero.
Un monarca magnificado.
El primer rey de la casa de Borbón en España ha sido considerado un héroe por sus panegiristas y por sus detractores un tipo canallesco. El modernizador de España de los unos y el debelador de las libertades aragonesas de los otros fue un monarca que trató de ganar una penosa guerra por todos los medios, lo que le conquistó circunstancialmente la fama de animoso, que no se correspondió con otros momentos de su vida. El hombre que llegó a abdicar temporalmente en 1724 tuvo el coraje de oponerse a su abuelo Luis XIV, que lo había encumbrado al trono y que lo había tutelado a distancia. Ni fue una fuerza creadora al modo del ruso Pedro el Grande ni un astro de la guerra como el sueco Carlos XII, pero consiguió concitarse la buena voluntad de buena parte de sus súbditos castellanos, sin los cuales no hubiera conseguido vencer en territorio español.
Los propagandistas de los Borbones se empeñaron años más tarde en atribuir al cambio de dinastía el de la fortuna de la Monarquía, de la decadencia a la recuperación a despecho de las pérdidas de Italia y los Países Bajos en Utrecht. Hoy en día no se contempla con tanta severidad el período de Carlos II de Austria ni con tanta benevolencia el de Felipe V. En la década de 1680 los ministros del fantasmal Habsburgo acometieron la necesaria reforma de la moneda e intentaron promover la producción y el comercio, pese a las dificultades de los tiempos y a las opuestas por la hostilidad del Rey Sol. Por aquellos años, Requena no permaneció al margen de la renovación. Su población se estabilizó, la labranza de sus terrazgos cobró fuerza, se intentaron percibir los arbitrios con mayor equidad y eficiencia, se establecieron artesanos forasteros y se animaron las relaciones comerciales con las áreas vecinas.
Una Requena con personalidad propia.
Estos requenenses, como otros castellanos de su tiempo, no lloraron la muerte del último rey de la casa de Austria, no solo por su enfermiza personalidad, que algunos creyeron hechizada. Durante demasiadas décadas habían costeado penosos compromisos militares a no escasa distancia, muy alejados de sus más verdaderas necesidades defensivas. En la segunda mitad del siglo XVII ganó fuerza entre los pueblos de los reinos hispanos la idea de España. Durante la guerra de los Nueve Años (1688-97) se habló sin ambages de restaurar el valor militar español entre las distintas localidades de la Corona de Castilla, en el fondo una auténtica constelación de municipios regidos por oligarquías muy identificadas con su tierra natal, a la par que bastante imbuidas de la cultura jurídica, literaria y religiosa de la Contrarreforma. En el duque de Anjou, que terminaría siendo Felipe V, vieron la garantía a la continuidad de su mundo de orgullo y prejuicio, y contemplaron la posibilidad de la restauración de las fuerzas de su altivo reino.
La oligarquía requenense de comienzos del siglo XVIII no estaba dividida en bandos como la de doscientos años antes, gracias a los pactos matrimoniales entre las principales familias. Con las regidurías perpetuas en sus manos, habían convertido el municipio en algo suyo, hasta tal punto que pudieron exigir a los corregidores que juraran sobre la virginidad de Santa María antes de tomar posesión y que siguieran su parecer en otros asuntos menos piadosos. El absentismo de más de un oligarca en los deberes de la vida pública fue su talón de Aquiles, que terminó por cobrarse la viabilidad del cabildo de los caballeros de la nómina.
De Herodes a Pilatos.
Cuando las tropas del archiduque Carlos de Austria, el Carlos III de sus seguidores, tomaran Requena en 1706, la inmensa mayoría de la oligarquía y del resto de la población rehusaron jurarle obediencia legal o efectiva. Entre las tropas del de Austria abundaban los súbditos de la monarquía británica, los odiados protestantes capaces de profanar edificios y formas religiosas e incluso de poner en venta los privilegios del archivo municipal bajo amenaza de quema. La exigencia de contribuciones de guerra tampoco les granjeó muchos seguidores, en medio de un clima de enfermedad y miedo. Los malos recuerdos de tiempos de los Austrias se dejaron sentir con mayor fuerza, por lo que transcurrida la batalla de Almansa (1707) Requena aceptó la autoridad de un gobernador de Felipe V, con una guerra de resultado incierto todavía en el horizonte.
Los ministros de Felipe V trataron de poner en el campo de batalla un ejército regular capaz de vencer al de Carlos de Austria. Su esfuerzo fue notable, pero no hubiera tenido éxito sin la asistencia de los municipios castellanos, que emplearon métodos ya probados en servicio de su rey. No en vano, la generosidad real hacia la reconquistada Requena, la de la exención quinquenal tributaria, era calculada y pronto se pidieron a sus gentes donativos, difíciles de conseguir. A 12 de enero de 1710 se reconoció la dificultad de allegar los 460 reales de los mismos. En consecuencia, se recurrió al pósito con demasiada frecuencia, ya que la cosecha de vino de 1709, reducida a 10.788 arrobas, había dispensado pocas alegrías a los recaudadores de arbitrios. Se tuvo que poner el azumbre a veinticuatro maravedíes a la venta.
En estos años la villa insistió en su autoridad sobre sus términos a través del nombramiento de los alcaldes pedáneos de sus principales aldeas y en la presión para reclutar parte de los doce soldados que debían concentrarse en Cuenca en febrero de 1710. La actuación de los regidores perpetuos Alonso de Carcajona y Londoño, Juan Muñoz Ramírez, Juan Ruiz de la Cuesta y del procurador síndico Juan Ibáñez fue esencial para el gobernador político y militar de Requena Tomás Aberna y Cabrera. En estos tiempos de guerra bien podemos hablar de cooperación entre oligarquía local y agentes de la monarquía absoluta, mucho mayor que bajo los Austrias menores.
Los combates contra los miqueletes movilizaron las energías de la milicia local, comandada por Alonso de Carcajona en las operaciones del invierno de 1710 alrededor de Sot de Chera. A tal fin, se auxilió al juez pesquisidor Juan Ibáñez y al comandante de Chelva José Cañizares. En 1714, firmada la paz de Utrecht, se cerró el conflicto en la Península con la caída de Barcelona, pero con los Habsburgo no se alcanzaría una paz oficial hasta 1725. Los seguidores de Carlos de Austria tuvieron que exiliarse a sus dominios italianos y centro-europeos, mientras los de Felipe V tuvieron que encajar lo asumido.
El rey no siempre dispensa mercedes.
A 2 de octubre de 1707 Felipe V reiteró que había dado licencia para arrendar por diez años mil fanegas de tierras de pan llevar en los baldíos, con la intención de rehacer los recursos del pósito, de los que tanto se usaba y abusaba. La monarquía concedía mercedes para rehacer sus maltrechos fondos locales, pero los arrendadores no acudieron como se esperaba. Para colmo, la Mesta también puso objeciones. Años más tarde, el 20 de noviembre de 1725, se logró un acuerdo nada desdeñable. Durante diez años, unas quinientas fanegas del prado de Albala y del ardal de Campo Arcís podían romperse, ararse y sembrarse.
El permiso real era inexcusable, pues el monarca era el señor de Requena, entre otras cosas. La concesión de gracias y mercedes estaba bien calculada.Los gabinetes de Felipe V estuvieron faltos de dinero antes, durante y después de la guerra de Sucesión, y cuando se exigieron las cuentas al mayordomo del pósito a su mayordomo José Montés no fue por consideración a los labradores acuciados por la escasez de cereales. A la sazón, la entrada de los partidarios de Carlos de Austria a comienzos de marzo de 1710 había ocasionado mayores estrecheces a demasiados particulares, como el arrendador del horno de Camporrobles, justo cuando el reparo de edificios se hacía más que perentorio.
Las cosas pintaron tan mal que a 16 de abril de 1724 los fondos de los granos, el vino y los corderos de las tercias reales de los ejercicios de 1705, 1706, 1717 y 1723, destinados al servicio de milicias, fueron perdonados por el mismo rey, pero para ser destinados a otros fines. La alegría duró poco.
El 16 de abril de 1724 los granos, vino y corderos de las tercias para años 1705, 1706, 1717 y 1723 para el servicio de milicias fueron perdonados por el rey y ahora aplicados a otro fin. No hubo más remedio que perdonar 2.714 reales del gravamen de los utensilios de 1709, 716 el donativo de 1710, 7.040 del de 1711, 3.683 del de las milicias de 1705-06, 7.542 de los servicios de 1717 y 7.522 de los de 1723. En el momento de hacer un balance de la condonación se alcanzó la suma de 28.702 reales, vivo reconocimiento de la impotencia de un sistema fiscal incapaz de allegar nuevos recursos de unos súbditos castigados.
Una maltrecha hacienda municipal.
El erario del concejo arrastraba desde hacía décadas importantes deudas, hasta tal extremo que en 1720 se nombró a Julián Marín depositario de débitos para satisfacerlas, en la medida de las posibilidades. Los expedientes estuvieron a la orden del día, ya que el pago de lo adeudado por la real alcabala se atendió con los 11.500 reales avanzados por el arrendamiento de las carnes, los 1.900 reales por el de la tabla del macho y los 330 del abasto del carnero de aquel año. Los consumidores y sufridos contribuyentes de impuestos indirectos, las gentes más modestas de Requena, cargaron con tal remedio.
Por aquellos años, entre 1720 y 1722, el municipio lograba ingresar por el arrendamiento de las sisas de las carnes de 11.500 a 8.000 reales, por el del abasto del jabón (con la libra de 16 onzas a 8 cuartos) de 4.000 a 4.500, por el de la tabla del macho de 1.900 a 2.000, por el de la alcabala del viento de 630 a 1.300, 1.000 por el de la borra y asadura, por el del abasto del aceite de 600 a 1.500 reales, y por el del abasto del carnero de 330 a 450.
Los tiránicos precios y los consumidores tiranizados.
Aunque el aforamiento de las viñas permitió imponer contribución al respecto, los gravámenes municipales (como las enunciadas alcabala del viento, borra y la asadura o abasto del jabón) gravitaban sobre los productos comercializados en exceso, lo que ofrecía ocasiones de ganancia nada desdeñables a personas como Francisco Cros, además del riesgo más que evidente del encarecimiento de los precios, tan perjudicial para la mayoría. Tal peligro era más que evidente en la producción de cereales. Los momentos de escasez tensaban la situación hasta extremos dramáticos. A 22 de diciembre de 1720 faltaron cereales a los labradores de esta villa, vega y aldeas, por lo que el procurador síndico tuvo que solicitar el reparto de 420 fanegas de trigo rubión.
Al menos, la coyuntura de la década de 1720 ofreció precios estables y a la baja en relación a la transcurrida de 1710. El primero de agosto de 1720 la fanega de pontegí valió 25 reales y 21 la de rubión. Se redujo a 24 y 20 respectivamente el 3 de febrero de 1721 por imperativo de la autoridad municipal, no deseosa de malquistarse a la población. En estos casos de necesidad, no se dudó en recurrir a los depósitos de las tercias reales para hacer el debido ensayo o prueba de panes según la cantidad y calidad de las existencias. Los tiranizados consumidores podían alborotarse contra tiranos más corpóreos que los mismos precios, como los propietarios cercanos al gobierno local.
Las manufacturas, ¿al rescate?
Los gabinetes de Felipe V impulsaron al modo mercantilista las Reales Fábricas, pero no se ocuparon seriamente de la producción artesana local, fundamento de muchos procesos de industrialización. En la designación de oficios municipales del 13 de octubre de 1720 todavía figuraron los veedores, los examinadores de zapateros, de lana, de alpargateros, de lienzo, de sastres y de albañiles. Estos últimos, ataviados de moros, tuvieron un brillante protagonismo en las celebraciones de proclamación de nuevo rey, espejo ideal de la sociedad estamental coetánea. Poco a poco el mundo de los oficios tradicionales fue cediendo paso al de la activa sedería, pero por razones tan alejadas de la política oficial como cercanas a la animación comercial de Requena.
Una oligarquía poco innovadora.
Por mucho que la sedería conquistara importancia en la Requena del XVIII, el tradicionalismo de sus dirigentes resultó más que visible, y los encargados de resolver los problemas locales no hicieron alarde de espíritu reformista, incluyendo el corregidor.
El corregidor Manuel Rodríguez Valderrábano (1720) también era capitán a guerra, pero no dejaba de ser un civil con responsabilidades, fuera del círculo de militares que regían muchas localidades del vecino reino de Valencia. Encargado de alzar el pendón o estandarte real según uso que databa de 1593, el alférez mayor propietario desde el 29 de mayo de 1700, don Diego González Pacheco Enríquez Suárez de Mendoza Toledo y Ciudad Real, nombró como su teniente en Requena el 29 de febrero de 1724 al sobrino del anciano Miguel Ibarra Ferrer, Vicente Ferrer de Plegamans. La costumbre tenía sus ventajas para el grupo rector, ya que la de la villa de Requena recogía la revisión de las cuentas del pósito por los caballeros regidores comisionados en exclusiva. En 1724 los procuradores síndico y del común pidieron intervenir para evitar el fraude, con no mucho éxito.
Un ejemplo de aplicación de tradiciones políticas cargadas de simbolismo se vivió el 29 de febrero de 1724, al avisarse de la renuncia de Felipe V en su hijo Luis I, de fugacísimo reinado. Se ordenaron las celebraciones de rigor, con juramento y levantamiento de pendones. El alférez mayor ofició el juramento en el tablado de la plaza de armas de la fortaleza. La noche de la víspera de San José brilló con luminarias, acompañándose las celebraciones con corridas de caballos y parejas, máscaras y un castillo de fuego. Los problemas de los fondos municipales y de los requenenses parecían no existir.
El tradicionalismo también se observó en oficios como el de la escribanía, francamente muy lucrativos. Sus titulares pretendieron que sus hijos la heredaran. De esta manera la obtuvo José Zanón el 21 de marzo de 1721. Todavía por entonces tener seis vástagos varones vivos permitió a Francisco Montés disfrutar desde el 7 de mayo de 1720 de las exenciones de la hidalguía, la sarcásticamente llamada hidalguía de bragueta, al igual que a Antonio García de las Peñas desde el 1 de febrero de 1724.
Respuestas adocenadas y consabidas.
El espíritu de los novatores no alcanzó a la sociedad requenense de aquel momento, cuando el espíritu de la Contrarreforma no daba muestras de fatiga. La renovación del paisaje agrario que se comenzaba a acometer no se tradujo en apreciaciones novedosas del mismo, y su sacralización prosiguió más allá de las ermitas, que sirvieron para poner carteles de aviso de la autoridad.
En los solemnizados días de Cuaresma, el sermón era pieza imprescindible en aquella España barroca. Escoger a sus predicadores fue tarea ardua. El 1 de agosto de 1720 los carmelitas propusieron al respecto a Francisco Lucena, Francisco Palomeque y Alonso Ruiz, y el municipio escogió de la terna al primero. Al año siguiente, fueron los franciscanos los encargados de proponer predicador, un honor que recayó entonces en fray Tomás Martínez. Y así sucesivamente. La biblioteca conservada en las dependencias del Carmen evidencia el vivo interés por la predicación por parte de carmelitas y de franciscanos, así como sus ideas acerca de la ciencia, nada experimental por cierto.
En los fastos reales, los eventos taurinos conservaron un sobresaliente protagonismo, a despecho de las recomendaciones y gustos personales de Felipe V. Cuando renunció a favor de su hijo Luis I, la proclamación del nuevo y efímero monarca en nuestra localidad siguió el ceremonial de la pasada dinastía de los Austrias. Tales celebraciones eran esenciales para la imagen del poder en el Antiguo Régimen, con independencia del precario estado de los fondos de los propios. Por ello en los convites festivos se ofrecían bizcochos, dulces secos, azúcar, canela, agua de canela y confites.
La tradición, escudada en las leyes y conservada con no escasa dificultad en los archivos, se puso a veces a favor de los intereses de las gentes del común. Según una sentencia de la Chancillería de Granada del 6 de octubre de 1561, invocada el 3 de agosto de 1724, los hombres buenos podían elegir el procurador personero el domingo inmediato a la festividad de San Miguel. El elemento popular no palideció en las solemnidades religiosas, a veces con no escasa contrariedad de ciertas autoridades religiosas. El cabildo eclesiástico estaba encabezado por su abad mayor (don Nicolás de Paniagua en 1724), que también era mayordomo del convento de las agustinas recoletas y que percibía del municipio un censo de 363 reales en su representación.
Las trilladas vías de gobierno del Estado.
La monarquía de Felipe V no fue tan innovadora como a veces se ha sostenido, especialmente en tierras de la antigua Corona de Castilla en las que no se impusieron un régimen de gobierno militarizado y nuevos tipos fiscales. De hecho, el Estado borbónico conservó notables regalías, como la del acopio de la sal. Se comisionó el 21 de marzo de 1721 a Juan de Nuévalos para lograrla de las salinas reales de la Minglanilla, a lo que meses después accedió el marqués de Campoflorido.
La preservación del orden público en Castilla tras la guerra de Sucesión dependía todavía de la asistencia de las autoridades municipales, que conservaban fórmulas que se remontaban a tiempos de los Reyes Católicos. Cada año se nombraba un alcalde hidalgo y otro pechero de la Santa Hermandad, que ya no era la expeditiva fuerza de antaño. Para controlar el extenso término municipal al menos fiscalmente, se designaban los alcaldes de las aldeas a comienzos de enero.
Los ministros de la monarquía consideraron que la mejor manera de controlar municipios con tantas atribuciones pasaba por una mezcla de halagos y supervisión de los regidores perpetuos, no siempre atentos a cumplir efectivamente lo dispuesto. El 15 de julio de 1721 se volvió a apercibir al corregidor y a los regidores de que no se admitiera ningún teniente de oficio sin aprobación de la Cámara, según se advirtió a 29 de octubre de 1715.
En el fondo, la eficacia de la administración en cuestiones tan vitales como la cobranza de impuestos dependió de la cooperación de los elementos locales. En 1722 se pidieron personas inteligentes del vecindario para hacer el repartimiento de la moneda forera, consignándolo en los libros de padrón correspondientes. El juez privativo de la cobranza de tal tributo en el partido de Cuenca, Agustín de Villacevallos, se dirigió el 15 de enero de 1724 al veredero Juan García Herrera para la confección del padrón por calles con la ayuda de personas llanas e inteligentes.
El tú a tú de las relaciones de poder, herencia y legado.
En el mundo del Antiguo Régimen, las relaciones individuales llegaron a ser esenciales. El 24 de octubre de 1721 Gabriel Serrano, médico titulado por la Universidad de Valencia, tuvo problemas para convertirse en el ayudante del doctor Ignacio Martínez, ante el compromiso previo de los regidores con Felipe Alfonso. Otros casos resultaron más graves. El regidor decano Alonso de Carcajona y Londoño denunció el primero de enero de 1724 las disensiones anuales entre los regidores por la elección de los alcaldes de las aldeas y del mayordomo del pósito de Camporrobles. Aquéllos actuaban de padrinos de sus ahijados, y para no perturbar la paz se nombraron como candidatos a diez varones beneméritos de Camporrobles, ocho de Villargordo, ocho de Fuenterrobles y otros ocho de la Venta del Moro. Como en Caudete solo se encontraron tres personas para ejercer la alcaldía, se confió su designación a la villa.
El cúmulo de tradiciones y complicidades alrededor del municipio no evitó que en alguna ocasión se tomaran decisiones poco complacientes para algunos privilegiados. La escasez de vino a finales del verano de 1721 hizo temer que los eclesiásticos vendieran las reservas del suyo a un precio elevado, y se autorizó la postura que lo mantuviera en los valores de Utiel.
Los cielos también dictaban sus leyes.
La carencia de agua llegó a ser preocupante en el verano de 1724. A 13 de julio se tuvieron que reducir las tres legonadas dispensadas por las fuentes de Rozaleme y de Reinas a dos, y se acortaron las tandas de veinticuatro a dieciséis horas, cuando las paredes de sus cercas se encontraban arruinadas. Se debería vigilar con mayor atención que el agua de una tanda no pasara a otra, además de las entradas de los ganados en la huerta.
El pozo de nieve tampoco rindió los beneficios esperados, y ya a comienzos de mayo se había obligado a su arrendatario Miguel Rabal a disponer balsas de hielos para recoger al menos algo. El 21 de septiembre de 1719 había comenzado su arrendamiento sexenal, con la promesa de satisfacer 1.725 reales al año. Sin embargo, el 28 de julio de 1724 los médicos Ignacio Martínez y Gabriel Serrano dieron la voz de alarma al corregidor sobre la carencia de nieve, de usos medicinales. Se tuvo que buscarla, y el comisionado Carcajona encontró dieciocho cargas, a cuatro reales la arroba, en el ventisquero de Aliaguilla. Los dispendios del transporte, al precio de doce reales por carga, y la pérdida de seis arrobas encarecieron el coste a ochenta y cuatro reales. Como la venta a dos cuartos de libra rendía treinta y seis reales, se cifraba el pasivo para el municipio en cuarenta y ocho, una suma que se propuso repartir entre el vecindario, sin excepción para el cabildo eclesiástico. Dada la situación, se llegó a pensar a que al menos treinta particulares hicieran postura de nieve, pues a 3 de agosto las calenturas eran muy graves.
En suma, la Requena de las primeras décadas del siglo XVIII no parecía augurar el cambio de sus años finales, dado su apego a las formas barrocas de cultura, gobierno y sociabilidad. Otra cosa muy distinta es que las fuerzas económicas del cambio iban labrando su camino con laboriosidad discreta, manifestándose a partir de la década de 1730.
Fuentes.
ARCHIVO HISTÓRICO MUNICIPAL DE REQUENA.
Actas municipales de 1706-22 (3265), 1722-23 (3270) y 1724-30 (3264).

Alegoría de la Fe. Retablo de la capilla de Santa Ana de Tudela.