LA AGRICULTURA DE REQUENA ANTES DE LA ECLOSIÓN VINÍCOLA.
Por Víctor Manuel Galán Tendero.
Una agricultura en vísperas de un importante cambio.
A mediados del siglo XIX, el
Estado liberal se estaba consolidando en España, a despecho de las disputas
políticas. Se había emprendido la desamortización de los bienes eclesiásticos,
se habían ido extinguiendo los vínculos y muchas prestaciones señoriales, y se
había implantado un nuevo sistema fiscal con todas las reservas. La agricultura
se consideraba un elemento clave para el desarrollo económico y el equilibrio
social.
En 1849 la junta general de agricultura (dependiente del ministerio de comercio, instrucción y obras públicas) consideró mejorar el uso de las tierras comunales y de propios, las hipotecas, las ayudas a los labradores, los cercamientos y la legislación en la materia. También examinaría el logro de una producción agrícola y ganadera más competitiva. Se meditó incluso acerca de la revitalización de la trashumancia y del negocio lanar.
El crecimiento agrícola dispensaría al nuevo Estado grandes recursos por medio del sistema tributario implantado desde 1845. A tal efecto, se crearon juntas periciales encargadas de reunir datos para la riqueza inmueble. En 1850, en vísperas de la incorporación a la provincia de Valencia, la de Requena ofreció interesantes datos, que con todas las reservas nos permiten conocer en qué estado se encontraba su agricultura.
Terrazgos y cultivos de regadío.
En 1838 se creó la junta de riegos de
Requena, con la intención de impulsar una agricultura de huerta al modo de
Valencia, Murcia y Granada. Sin embargo, a mediados del siglo XIX el regadío
requenense todavía acusaba rasgos tradicionales en relación a los
aprovechamientos del terrazgo y a sus beneficios.
Las tierras de hortalizas de primera calidad ocupaban 20 fanegas y rentaban 64.000 reales, de los que se tenían que descontar 55.000 de gastos. Las de patatas y alfalfa, de segunda calidad, se extendían por 500 fanegas y devengaban 592.500 reales, pero exigían un gasto de 492.250. En terrenos de tercera calidad se cultivaban forrajes, adaza y cebada, en unas 200 fanegas que rendían 206.200 reales, que afrontaban el gasto de 181.200. Los cereales, como el trigo, plantados en terrazgos de primera calidad ocupaban 350 fanegas, producían por valor de 108.500 reales y exigían 85.400 de gasto; los plantados en terrenos de segunda calidad ocupaban 800 fanegas, rentaban 192.800 reales y requerían un gasto de 156.800; y los cultivados en los de tercera calidad se extendían por 1.850 fanegas que producían 321.900 reales y requerían de un gasto de 281. 200.
La mayor extensión de los terrenos de regadío se dedicaba al cultivo del cereal, más del 80% de sus 3.720 fanegas (unas 2.403 hectáreas). Sus beneficios medios por fanega eran de 33 reales. El aprovechamiento del agua daba pie a distintos litigios y la citada junta de riegos tuvo que atender a las reclamaciones por cubazos de los molineros, que hacían perder frutos.
Muy superiores eran los beneficios por
fanega en los otros cultivos: en los forrajes de 125, en las patatas y alfalfa
de 200 y de 450 en las hortalizas. No resulta nada extraño que tras la guerra
de la Independencia el hospital de pobres de Requena adquiriera parcelas o
taulas de patatas.
Los gastos en el sector de los cereales ascendían al 84% del valor de la producción, y en la misma proporción en el resto de cultivos, lo que junto a la demanda de los primeros por una población en crecimiento explicaría que no adquirieran mayor relevancia, a pesar de sus mayores beneficios por fanega.
El secano de cultivos y montes.
La extensión del secano supera
ampliamente a la del regadío, con 77.192 hectáreas frente a 2.403, en una
proporción de 1 a 32 a su favor, incluyendo las 45.217 de monte. Si se reduce
el secano a los terrazgos cultivados, se desciende a la relación de 1 a 8 y
medio.
Los cereales se cultivaban en 3.000 fanegas de primera calidad, que producían 705.000 reales y exigían un gasto de 627.000; en otras 15.000 de segunda calidad (con 2.775.000 de ingreso y 2.565.000 de gasto); y en 30.000 más de tercera calidad, con ganancias de 4.050.000 reales y 3.840.000 de gastos.
El viñedo también ocupaba terrazgos de calidad desigual: 100 fanegas de primera (con 68.000 reales de ganancia y 56.500 de gasto), 600 de segunda (con 300.000 de ingreso y 254.400 de dispendio) y 800 de tercera, con ganancias por valor de 233.600 reales y 206.400 de gasto.
Del monte alto y bajo se contabilizaron 70.000 fanegas, que ingresaron 35.000 reales, sin consignarse los gastos.
El cereal vuelve a alcanzar una gran extensión, 48.000 fanegas, aprovechándose nuevamente tierras de tercera calidad en gran medida. Los beneficios por fanega eran de poco más de 10 reales, menos del tercio de los conseguidos en el regadío. Asimismo, sus gastos eran del orden del 93% del valor de la producción.
El viñedo sólo ocupaba entonces el 1´2% de todo el secano, pero producía un beneficio de 56 reales por fanega y se adaptaba a terrenos de tercera calidad. Como sus gastos ascendían al 86% del valor de la producción (similares a los del regadío), se explica que se convirtiera en el cultivo del porvenir, con terrazgos todavía a su disposición y sin necesidad de mayores obras de riego.
El monte ocupaba la más que respetable extensión de 70.000 fanegas, casi diecinueve veces la del regadío, pero cada una solo rendía un beneficio de medio real. Dispensaba poco carbón, según los contemporáneos, lo que explicaría que se convirtiera en el objetivo de la futura desamortización de los bienes municipales, sacrificándose los intereses populares de libre acceso a sus recursos. Desde mediados del siglo XVIII, en línea con la apropiación de terrenos y actividad roturadora, había mermado su extensión de las 98.339 a las 45.217 hectáreas.
El imperativo cerealista.
En 1784 la producción de cereales en los
términos requenenses ascendería a unas 86.820 fanegas (unos 3.733.260 kilos) y
en 1850 a otras 108.709 aproximadamente (unos 4.674.487 kilos), lo que arroja
un crecimiento del 25%, frente al 40% de crecimiento demográfico entre fines
del XVIII y 1857. De la importancia de la producción de cereal en 1850 da idea
que la de trigo fue valorada por la subsecretaría del ministerio de Agricultura
en 1938 en unos 2.346.00 kilos.
En 1847 cada fanega de trigo costaba unos 75 reales, en unos tiempos difíciles en muchos puntos de Europa. El beneficio estimado de unos 597.800 reales para los cereales cultivados en el regadío y en el secano equivaldría, en líneas generales, a unas 7.970 fanegas, inferiores a las 21.900 que se consideraban necesarias para alimentar a los 9.277 habitantes del núcleo de Requena, en aumento.
Nuestra agricultura todavía se encontraba muy condicionada por ello, especialmente tras la quiebra del pósito municipal durante la primera guerra carlista, de ahí que los coetáneos fueran de la opinión que solo se encontraban "pocos alivios diseminados en los pagos de viñedo".
Las razones de los elevados costes de producción.
Los datos de la junta pericial al respecto pueden parecer excesivos a primera vista. Al fin y al cabo, tenían una intencionalidad fiscal, y desde la reforma de 1845 de Alejandro Mon la imposición directa gravó más la agricultura que la industria y el comercio, e incluso más las ganancias de los campesinos que las rentas sobre la tierra. De cualquier manera, incluso rebajando las cifras, el coste era considerable.
En un momento de declive de la sedería y de aumento de la población, con serias amenazas de paro, los salarios de los trabajadores no parecen haber sido una razón fundamental.
Los escasos beneficios logrados parecen relacionarse más bien con un problema bastante generalizado en la agricultura española coetánea, el del débil consumo de fertilizantes, muy circunscritos a los de origen animal. Se ha estimado que un terrazgo con una labor de 0´12 metros de profundidad rendía sin abono 5´60 hectólitros de trigo y 17´78 con fertilizante. En los términos de Requena abundaban los aprovechamientos de terrenos considerados de tercera calidad, a la sazón necesitados.
La tenencia de la propiedad se encontraba en manos de posesores socialmente heterogéneos, desde verdaderos jornaleros a grandes propietarios, según se desprende de los datos ofrecidos por Francesc Andreu Martínez Gallego para 1821. Unos 440 propietarios (el 31´6% del total) disponía de menos de media hectárea, 177 (12´8%) de media a una, 195 (14´1%) de una a dos, 123 (8´8%) de dos a tres, 60 (4´3%) de tres a cuatro, 31 (3´2%) de cuatro a cinco, 106 (7´6%) de cinco a diez, 134 (9´6%) de diez a treinta, 46 (3´3%) de treinta a cincuenta, 48 (3´4%) de cincuenta a cien, 22 (1´6%) de cien a doscientas, 6 (0´4%) de doscientas a quinientas y 3 (0´2%) de más de quinientas.
Los 1.390 propietarios de toda laya representarían entonces un máximo de las dos terceras partes de la población requenense. El grueso de los mismos se encontraba por debajo de las tres hectáreas, una extensión máxima muy comprometida por los condicionantes naturales y financieros, por mucho que se aguzara el ingenio para aprovecharlas de la mejor manera y se dedicara el ganado a proporcionar abono en los corrales.
En 1850 se registraría una cabaña ovicáprida de unas 21.000 cabezas. Es decir, cada hectárea cultivada en el regadío y en el secano gozaría del beneficio de un poco más de una cabeza de ganado menor, no mucho según los criterios actuales con el mayor. Se ha de tener presente, además, que no todos dispondrían de ganado. En relación a lo registrado en el catastro del marqués de la Ensenada se verificó un descenso del ganado requenense: la cabaña ovicáprida pasó de 22.080 cabezas en 1752 a 21.000 en 1850, la equina de 1.038 a 330 y la vacuna de 358 a 30.
Aunque no es descartable que se practicara la ocultación, el descenso de la cabaña equina fue especialmente importante. De las 908 caballerías registradas a fines de la primera guerra carlista, de las que se descartaron 268, se pasaría a constatar unas 330 en 1850.
Una población creciente gozaría de menos cabezas de ganado, y la extinción del sistema de dehesas, como las boyales, incidiría en la dotación de especies vacunas, tan importantes para el abonado y para la llamada revolución de los productos secundarios que se verificaría en otras latitudes. Ganadería y cultivo de cereales eran complementarios en el pasado, y el aumento del segundo a costa de la primera puso en dificultades al sistema, que encontraría en la viticultura una salida.
En vísperas del cambio por la extensión de la vid, el paisaje de Requena se encontraba todavía más en sintonía con el de fines del siglo XVIII que con el del primer tercio del XX.
Fuentes.
ARCHIVO HISTÓRICO MUNICIPAL DE REQUENA.
Actas de la junta de riegos de la Vega, 1281.
Estadística, 1812-1850, 2834.
Bibliografía.
MARTÍNEZ GALLEGO, F. A., Lluís Mayans i Enríquez de Navarra (1805-1880). Liberalisme
moderat, burgesia i Estat, Onteniente, 2000.
